The act of killing: La genialidad de lo repulsivo

Tiene coraje que una de las cintas más memorables de 2013 sea, en su esencia, literalmente repulsiva. Dicho esto, he de confesar que The act of killing casi pudo conmigo. Casi. Me explico.

Tanto para los devoradores diarios como para los degustadores esporádicos de documentales, que yo les diga que una película  de este tipo tiene como fin mostrar algún aspecto de la realidad es un tanto absurdo.  Ahora bien, la realidad se puede contar. Pero también se puede hacer sentir, sufrir e incluso inyectar por vía intravenosa para que alcance hasta el último de tus receptores sensitivos. Así está hecha The act of killing. Y he de decir que, en ese sentido (en otros que después comentaré, no tanto) está demasiado bien hecha.

El argumento es sencillo: 1965. Alto cargo militar (general Suharto) da un golpe de estado en la, hasta ese momento, Indonesia comunista. Acto seguido se persigue a los comunistas (reales o no) por parte del gobierno y los “escuadrones de la muerte”, integrados por gánsters a sueldo (hombres libres, como se llaman ellos), como el protagonista, Anwar Congo y su camarada, Herman Koto. El film está centrado en ambos, y el director deja en manos de Congo y Koto la recreación de las escenas de los asesinatos en una serie de minipelículas donde intervienen incluso familiares de las víctimas.

La esencia de la repulsión

Con estas premisas no hay una gran previsión de que lo que se vaya a ver sea agradable. Pero lo genial de Joshua Oppenheimer, el director, es que consigue darle una vuelta más y hacernos sentir la miserable y fría suciedad del mal. El Mal, con nombre propio. Te pone cara a cara, sintiendo su aliento, en manos del miedo, de la vulnerabilidad, como un niño extraviado de la mano de su madre al cual se le acerca un desconocido a ofrecerle un  caramelo.

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Aquí es donde llega la repulsión. El cara a cara con los dos todopoderosos protagonistas que, en una primera fase de la película, hablan y muestran sin pelos en la lengua y con una satisfacción escalofriante las formas de tortura y las maneras de ejecución.  La complicidad con los líderes de gobierno actuales que encumbran a los gánsgters casi como héroes. La alegría del poder sin medida, sin remordimientos y sin juicios morales acompañados por la sumisión de las víctimas. El esperpento onírico con que se muestran las personalidades de los dos protagonistas y su relación con los asesinados.

A estas alturas es cuando el interior del espectador ya ha ido ensuciándose hasta tal punto de esa sustancia viscosa y punzante llamada indignación que no se encuentra cómodo ni consigo mismo.

Y justo en ese momento -quizá tras demasiado tiempo de recorrido, para mí una de las pegas, la duración y redundancia en ciertos temas y escenas- es cuando el director muestra la segunda parte, donde por primera vez se dirige a los protagonistas mostrándoles su “creación” y los lanza cara a cara frente a sus actos, dando un giro balsámico para el espectador, ya taquicárdico por tanta monstruosidad, viendo que parte de su ansia de justicia moral se ve recompensada -aquí, personalmente, tengo mi ligera duda sobre la reacción, un tanto teatral, de Congo-.

Como he dicho al principio, esta cinta casi pudo conmigo, porque la indignación ya me salía por cada uno de los poros. Pero precisamente por eso es una de las mejores películas grabadas el pasado año. Eso sí. Mejor no significa “buena”, ni “agradable”, ni tan siquiera “soportable”. Depende de la sensibilidad de cada individuo. Pero una cosa es segura: no sales de la sala de la misma forma en que entraste.

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